jueves, 2 de octubre de 2008

El oso

Cuando llegué a la esquina con Balmes, me encontré con el follón. Una docena de personas se lo estaba mirando, y me sumé a ellas, todo y tener ciertas prisas. El tipo era rubio, enorme, y parecía borracho. Y daba miedo. Tenía sangre seca en la cara y el cuello, y manchones de sangre oscura en la camisa, que parecía el babero de un caníbal. Parecía hablar en ruso salpicado de español, pero no se le entendía un carajo. Cuatro mossos le rodeaban, a distancia prudencial. Parecían niños pequeños alborotados alrededor de un oso pardo. Intentaban convencerle para que les acompañara a Comisaría, o al Clínico, qué sé yo. Pero el tipo parecía no entender, largó algún insulto en eslavo y agitó amenazadoramente esos brazos como farolas. Los mossos retrocedieron un paso o dos, y pidieron refuerzos por radio. Yo hubiera pedido un tanque o, mejor aún, una compañía de cosacos bien aprovisionada de vodka, para reducirle con cierta elegancia.

Me fijé en los espectadores. Unos miraban con gusto, otros por accidente, pero a todos nos fascinaba esa bestia siberiana que mantenía a raya a los polis. Uno de ellos intentó, una vez más, hacer entrar en razón a la bestia, pero ésta gruñó enseñando los dientes y lo apartó de un manotazo como quien espanta una mosca. Creí entonces que los mossos lo matarían a hostias, y mi estómago calambreó por la descarga de adrenalina. Menudo acojone, pensé, como cabreen al ruso, la que se va a armar. Me vinieron unas ganas terribles de largarme, pero la curiosidad por ver cómo acababa el marrón pudo más. Los policías miraban inquietos al ruso, esperando los refuerzos; y también nos miraban, con prepotencia, a nosotros los mirones. Menudo contraste, pensé, al bueno mano dura, y al malo no lo molestes, joder. Ya estamos con su proverbial chulería, la misma mierda de siempre.

Como que la cosa parecía estancada y se me hacía tarde, finalmente decidí largarme. Además, no tenía ganas de que me cayera un palo por casualidad. Entonces el ruso se puso en marcha. Sin mirar siquiera a los mossos, que se apartaron de un brinco, pasó por su lado, luego por el mío, cruzó la calle lentamente y se metió en un bar. Me quedé helado. La madre, lo va a destrozar, pensé, o la palmará por la trompa si sigue bebiendo. Los policías se consultaron con la mirada, intercambiaron cuatro palabras en voz baja y cruzaron la calle, dirigiéndonos miradas asesinas a los pocos mirones que quedábamos. Con aire resignado entraron en el bar, tras los pasos del oso, hay que joderse, collons, asiendo con fuerza las porras en sus fundas...

Ja tenim equip

Antes de ayer me crucé con él en la calle Valencia, a las cinco de la tarde. En pelota picada en pleno ensanche de Barcelona. Moreno por el sol y la mugre, con un macuto y sus cosillas colgando despreocupadamente. Aspiraba goloso el humo de un cigarrillo, y calzaba chancletas descoloridas. No era el nudista que sale en los medios, barrigón y barbado, sino otro, otro más. Lo malo cunde, y Barcelona es ya la gran cloaca que diseñaron los sociatas en alguna borrachera antigua y monumental en la calle Nicaragua. Sus ojos húmedos inyectados en sangre no expresaban casi nada, sólo vacío, embrutecimiento y evasión. Una viejecita se lo quedó mirando, entre incrédula y temerosa. Parecía que iba a decir algo, pero el miedo le tiñó las mejillas, cambió de sentido y se marchó por donde había venido, muy lentamente.

Llevábamos 45 minutos de espera en hora punta. Las calles vomitaban niños en los colegios y la gente quería trabajar. Cuando subimos al autobús y preguntamos la causa de retraso, el chófer, histérico, nos mandó enviar un email al alcalde. Aún suerte que no nos pegó dos leches, o nos envió a tomar por culo. Dijo, gritaba en realidad, que el alcalde había ordenado reducir el número y frecuencia de los autobuses porque ahora la gente tiene bicis, y los putos carriles para bicis, y no hace falta ya tanto transporte público rodado. Ronco y hastiado nos confiesa que no puede más, que nos quejemos los usuarios, porque ellos no pueden hacer nada, que no les hacen ni caso y tienen miedo.

La cafetera está hasta los topes. Siguen hablando de lo mismo de siempre, Barça y Catalunya, como si nada más importara en el mundo. Nadie nombra al asesinado más reciente. La ETA, esa fuerza de la naturaleza nacionalista, no levanta odios sino envidias. La fascinación por lo vasco y por su violencia es tan evidente, tan generalizada, que casi me hace llorar. Cuando sale el tema finalmente, y uno se lamenta por la sangre asquerosamente derramada, sólo recibe indiferencia y cuatro miradas condescendientes por respuesta. Al fin y al cabo, era un militar español, esa cosa tan casposa y tan antigua. El café me sabe a rayos y me vuelvo a mi mesa. Oigo a mi espalda como la conversación recupera volumen y alegría, uno a seis en Gijón, ja tenim equip, menuda goleada...